Maestro es el que permite crecer al discípulo para que llegue a ser esa
persona singular, original y autónoma que tiene que llegar a ser.
Hay una narración bíblica que siempre me ha
parecido de obligada meditación para el maestro. Se trata de la historia
del muchacho Samuel (1S 3, 10-19). Servía Samuel a Yahvé en presencia del
sacerdote Helí. Era por entonces, nos dice el narrador, rara la palabra de
Yahvé y no era frecuente la visión. Samuel oye en sueños una voz que le
llama y acude presto a Helí. “Aquí estoy, pues me has llamado”. El
sacerdote responde: “No te he llamado, hijo mío, vuélvete y acuéstate”. La
escena se repite por segunda vez en idénticas condiciones. A la tercera,
Helí comprendió que era Yahvé quien llamaba al joven y le dijo: “Anda,
acuéstate y si vuelven a llamarte, di: Habla, Yahvé, que tu siervo
escucha”. Así sucedió, y Dios hizo de Samuel un instrumento de la historia que
había de llevar a cabo con su pueblo.
Ejemplar la disposición del muchacho abierto a la
palabra de Dios. Es de tal relieve su generosa apertura a la llamada, que
puede pasar desapercibida la talla moral del maestro Helí. Sin embargo, su
actitud es de pórtico de gloria. Helí afirma: “Yo no te he llamado, es Dios
quien te llama”.
La literatura convencional sobre la figura del
buen maestro, casi siempre ha destacado el privilegio de la prolongación de
su magisterio, de su influencia en la persona del discípulo más allá del
período de relación profesional. Tanto mejor maestro se suele considerar al
educador cuanto más presente y por más tiempo está en el recuerdo, en el
afecto y en el comportamiento del discípulo. Tanto mejor padre o madre,
cuanto más duradera y emotiva es la vinculación afectiva de los hijos. Por
ello, una de las frustraciones más frecuentes en los educadores (padres y
maestros) es la de no recibir respuesta audible a sus enseñanzas,
reconocimiento manifiesto a sus desvelos, seguimiento fiel a sus doctrinas,
recuerdo de sus presencias.
Pero, maestro solamente es el que permite crecer
al discípulo (ni siquiera lo hace crecer) para que llegue a ser esa persona
singular, original y autónoma que tiene que llegar a ser. El buen maestro
es capaz de decir al educando cuando se le acerca en disposición obediente
para ponerse a disposición: “Yo no te he llamado… Es la verdad quien te
llama. Es el bien quien te llama. Es Dios quien te llama”. Hay maestros y padres a quienes no les importa
rebajar a sus alumnos o hijos a su mismo nivel de mediocridad, como dice
Steiner, con tal de que los sigan. Aspiran a convertirlos en deudores que
han de pagar con la moneda de un seguimiento y de una afectividad, en
ocasiones mórbida, las lecciones y los cuidados recibidos. El simple
recuerdo emocionado del educando o del hijo no es síntoma de haber cumplido
con buen oficio la misión de educar. Se educa para que el discípulo (o el
hijo) sea libre. Y, tanto más libre será, cuanto menos necesidad tenga del
maestro. “Me consideraré haber tenido éxito en vuestra educación el día que
compruebe que, adultos ya, no os acordáis de mí, porque vuestra vida es de
tal manera vuestra, que ni siquiera reconozcáis de dónde proceden las
piedras que dan soporte a esa autonomía”. Palabra de buen maestro.
He conocido a muchos padres y maestros que
manifiestan amor heroico por sus hijos o alumnos. Pero cuando, a la vista
de determinadas actitudes, se comienza a escarbar hasta el hondón de las
motivaciones, no se sabe bien si los aman porque son dignos de amor o para
sentirse amados, eternamente admirados y adorados. Hay amores que matan.
Una de las tentaciones que tiene que vencer el
educador es precisamente la tentación de la seducción. Educar no es
ejecutar un embargo del ánimo y de la libertad del educando por más que se
pretenda protegerlo y conducirlo hacia la verdad y hacia el bien. El maestro
auténtico enciende en sus discípulos la pasión por la verdad y por el bien,
les enseña cómo se recorre el camino para llegar a ellos y sabe retirarse a
tiempo para no lastrar la marcha. Afirma Claudio Magris señalando a ciertos
pseudomaestros: “abundan los personajes que aspiran a hacer escuela, a
crear bandos y eslóganes, a movilizar adeptos, persuadir discípulos,
generar fans e imitadores; personajes que para existir necesitan seducir…”.
Ante una educación formal o familiar que amenaza
con la abolición de lo humano; ante una enseñanza de la ciencia y de la
cultura sin sujeto; ante un hacer educativo que fía la acción a los
técnicos; ante la fría funcionalidad profesional, un educador que ofrece
hoy generosamente el calor de su afectiva protección puede aparecérsenos
como una valorada especie protegida por riesgo de extinción y ser propuesto
a admiración y a imitación. Sin embargo conviene vigilar más que nunca esas
canonizaciones. En unos casos, podemos estar ante el caldo de la
manipulación al socaire del sacrificado amor al niño; en otros, ante una
confortable infantilización del educando.
El derecho del niño a ser educado exige el deber
de que los educadores tengan autoridad sobre él, decía Maritain. Autoridad
que no es poder, pero que exige poder (poder moral) para posibilitar su
ejercicio en dirección a la libertad del discípulo. Autoridad que debe
ejercerse en un mundo que no está estructurado por la autoridad sino por la
infantolatría. Rendirse al niño, mendigar sus afectos, limosnear su
reconocimiento, ser un “okupa” de su corazón, además de negarle con ello el
pan de la educación que le pertenece, demuestra, frecuentemente,
indigencias que incapacitarían al educador para serlo.
Uno de los rasgos que más le puede llamar la
atención a un observador atento de la biografía del educador P. Morales ,
es precisamente esa delicada renuncia a ocupar el corazón de sus
discípulos. “Yo no te ha llamado… Es Dios quien te llama”, podría decir con
Helí. El tono del trato con los jóvenes que dirige es el propio de quien no
quiere entretenerlos por el camino que han de hacer en la aproximación a
Dios. Ni siquiera para que le den las gracias, no vaya a ser que se
equivoque la llamada y el sentido de la marcha. Esa su sobriedad emocional,
ese recato afectivo, se convierten en liberación y aligeramiento de
impedimenta para que el educando vaya más directamente a quien le llama.
“El dominio del buen educador, dice Spaemann, se
dirige a la supresión de él mismo. (…) El alumno ha de emanciparse, y es
del profesor de quien ha de emanciparse”. No se fíe el educador (padres,
maestros) de las manifestaciones de ternura y de reconocimiento del
educando. No son, por sí mismos, indicadores de logro educativo. La
verdadera señal se produce cuando caminan solos por camino recto sin volver
la vista atrás, sin necesidad de recordar cuándo ni cómo aprendieron a
caminar.
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