martes, 1 de mayo de 2012

LA SOLEDAD DEL EDUCADOR



Maestro es el que permite crecer al discípulo para que llegue a ser esa persona singular, original y autónoma que tiene que llegar a ser.


Hay una narración bíblica que siempre me ha parecido de obligada meditación para el maestro. Se trata de la historia del muchacho Samuel (1S 3, 10-19). Servía Samuel a Yahvé en presencia del sacerdote Helí. Era por entonces, nos dice el narrador, rara la palabra de Yahvé y no era frecuente la visión. Samuel oye en sueños una voz que le llama y acude presto a Helí. “Aquí estoy, pues me has llamado”. El sacerdote responde: “No te he llamado, hijo mío, vuélvete y acuéstate”. La escena se repite por segunda vez en idénticas condiciones. A la tercera, Helí comprendió que era Yahvé quien llamaba al joven y le dijo: “Anda, acuéstate y si vuelven a llamarte, di: Habla, Yahvé, que tu siervo escucha”. Así sucedió, y Dios hizo de Samuel un instrumento de la historia que había de llevar a cabo con su pueblo.
Ejemplar la disposición del muchacho abierto a la palabra de Dios. Es de tal relieve su generosa apertura a la llamada, que puede pasar desapercibida la talla moral del maestro Helí. Sin embargo, su actitud es de pórtico de gloria. Helí afirma: “Yo no te he llamado, es Dios quien te llama”.
La literatura convencional sobre la figura del buen maestro, casi siempre ha destacado el privilegio de la prolongación de su magisterio, de su influencia en la persona del discípulo más allá del período de relación profesional. Tanto mejor maestro se suele considerar al educador cuanto más presente y por más tiempo está en el recuerdo, en el afecto y en el comportamiento del discípulo. Tanto mejor padre o madre, cuanto más duradera y emotiva es la vinculación afectiva de los hijos. Por ello, una de las frustraciones más frecuentes en los educadores (padres y maestros) es la de no recibir respuesta audible a sus enseñanzas, reconocimiento manifiesto a sus desvelos, seguimiento fiel a sus doctrinas, recuerdo de sus presencias.
Pero, maestro solamente es el que permite crecer al discípulo (ni siquiera lo hace crecer) para que llegue a ser esa persona singular, original y autónoma que tiene que llegar a ser. El buen maestro es capaz de decir al educando cuando se le acerca en disposición obediente para ponerse a disposición: “Yo no te he llamado… Es la verdad quien te llama. Es el bien quien te llama. Es Dios quien te llama”. Hay maestros y padres a quienes no les importa rebajar a sus alumnos o hijos a su mismo nivel de mediocridad, como dice Steiner, con tal de que los sigan. Aspiran a convertirlos en deudores que han de pagar con la moneda de un seguimiento y de una afectividad, en ocasiones mórbida, las lecciones y los cuidados recibidos. El simple recuerdo emocionado del educando o del hijo no es síntoma de haber cumplido con buen oficio la misión de educar. Se educa para que el discípulo (o el hijo) sea libre. Y, tanto más libre será, cuanto menos necesidad tenga del maestro. “Me consideraré haber tenido éxito en vuestra educación el día que compruebe que, adultos ya, no os acordáis de mí, porque vuestra vida es de tal manera vuestra, que ni siquiera reconozcáis de dónde proceden las piedras que dan soporte a esa autonomía”. Palabra de buen maestro.
He conocido a muchos padres y maestros que manifiestan amor heroico por sus hijos o alumnos. Pero cuando, a la vista de determinadas actitudes, se comienza a escarbar hasta el hondón de las motivaciones, no se sabe bien si los aman porque son dignos de amor o para sentirse amados, eternamente admirados y adorados. Hay amores que matan.
Una de las tentaciones que tiene que vencer el educador es precisamente la tentación de la seducción. Educar no es ejecutar un embargo del ánimo y de la libertad del educando por más que se pretenda protegerlo y conducirlo hacia la verdad y hacia el bien. El maestro auténtico enciende en sus discípulos la pasión por la verdad y por el bien, les enseña cómo se recorre el camino para llegar a ellos y sabe retirarse a tiempo para no lastrar la marcha. Afirma Claudio Magris señalando a ciertos pseudomaestros: “abundan los personajes que aspiran a hacer escuela, a crear bandos y eslóganes, a movilizar adeptos, persuadir discípulos, generar fans e imitadores; personajes que para existir necesitan seducir…”.
Ante una educación formal o familiar que amenaza con la abolición de lo humano; ante una enseñanza de la ciencia y de la cultura sin sujeto; ante un hacer educativo que fía la acción a los técnicos; ante la fría funcionalidad profesional, un educador que ofrece hoy generosamente el calor de su afectiva protección puede aparecérsenos como una valorada especie protegida por riesgo de extinción y ser propuesto a admiración y a imitación. Sin embargo conviene vigilar más que nunca esas canonizaciones. En unos casos, podemos estar ante el caldo de la manipulación al socaire del sacrificado amor al niño; en otros, ante una confortable infantilización del educando.

El derecho del niño a ser educado exige el deber de que los educadores tengan autoridad sobre él, decía Maritain. Autoridad que no es poder, pero que exige poder (poder moral) para posibilitar su ejercicio en dirección a la libertad del discípulo. Autoridad que debe ejercerse en un mundo que no está estructurado por la autoridad sino por la infantolatría. Rendirse al niño, mendigar sus afectos, limosnear su reconocimiento, ser un “okupa” de su corazón, además de negarle con ello el pan de la educación que le pertenece, demuestra, frecuentemente, indigencias que incapacitarían al educador para serlo.
Uno de los rasgos que más le puede llamar la atención a un observador atento de la biografía del educador P. Morales , es precisamente esa delicada renuncia a ocupar el corazón de sus discípulos. “Yo no te ha llamado… Es Dios quien te llama”, podría decir con Helí. El tono del trato con los jóvenes que dirige es el propio de quien no quiere entretenerlos por el camino que han de hacer en la aproximación a Dios. Ni siquiera para que le den las gracias, no vaya a ser que se equivoque la llamada y el sentido de la marcha. Esa su sobriedad emocional, ese recato afectivo, se convierten en liberación y aligeramiento de impedimenta para que el educando vaya más directamente a quien le llama.
“El dominio del buen educador, dice Spaemann, se dirige a la supresión de él mismo. (…) El alumno ha de emanciparse, y es del profesor de quien ha de emanciparse”. No se fíe el educador (padres, maestros) de las manifestaciones de ternura y de reconocimiento del educando. No son, por sí mismos, indicadores de logro educativo. La verdadera señal se produce cuando caminan solos por camino recto sin volver la vista atrás, sin necesidad de recordar cuándo ni cómo aprendieron a caminar.
Abilio de Gregorio

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