Texto completo del discurso del Papa Francisco :
Al
Salamò Alaikum! / La paz sea con
vosotros.
Es para mí
un gran regalo estar aquí, en este lugar, y comenzar mi visita a Egipto
encontrándome con vosotros en el ámbito de esta Conferencia
Internacional para la Paz. Agradezco al Gran Imán por haberla
proyectado y organizado, y por su amabilidad al invitarme. Quisiera compartir
algunas reflexiones, tomándolas de la gloriosa historia de esta tierra, que a
lo largo de los siglos se ha manifestado al mundo como tierra
de civilización y tierra de alianzas.
Tierra
de civilización. Desde la antigüedad, la civilización que surgió en las orillas
del Nilo ha sido sinónimo de cultura. En Egipto ha brillado la luz del
conocimiento, que ha hecho germinar un patrimonio cultural de valor
inestimable, hecho de sabiduría e ingenio, de adquisiciones matemáticas y astronómicas,
de admirables figuras arquitectónicas y artísticas.
La búsqueda
del conocimiento y la importancia de la educación han sido iniciativas que los
antiguos habitantes de esta tierra han llevado a cabo produciendo un gran
progreso. Se trata de iniciativas necesarias también para el futuro,
iniciativas de paz y por la paz, porque no habrá paz sin una adecuada educación
de las jóvenes generaciones. Y no habrá una adecuada educación para los jóvenes
de hoy si la formación que se les ofrece no es conforme a la naturaleza del
hombre, que es un ser abierto y relacional.
La
educación se convierte de hecho en sabiduría de vida cuando consigue que el hombre, en
contacto con Aquel que lo trasciende y con cuanto lo rodea, saque lo mejor de
sí mismo, adquiriendo una identidad no replegada sobre sí misma.
La
sabiduría busca al otro, superando la tentación de endurecerse y encerrarse;
abierta y en movimiento, humilde y escudriñadora al mismo tiempo, sabe
valorizar el pasado y hacerlo dialogar con el presente, sin renunciar a una
adecuada hermenéutica.
Esta
sabiduría favorece un futuro en el que no se busca la prevalencia de la propia
parte, sino que se mira al otro como parte integral de sí mismo; no deja, en el
presente, de identificar oportunidades de encuentro y de intercambio; del
pasado, aprende que del mal sólo viene el mal y de la violencia sólo la
violencia, en una espiral que termina aislando.
Esta sabiduría, rechazando toda ansia de injusticia, se centra en la dignidad
del hombre, valioso a los ojos de Dios, y en una ética que sea digna del
hombre, rechazando el miedo al otro y el temor de conocer a través de los
medios con los que el Creador lo ha dotado.
Precisamente
en el campo del diálogo, especialmente interreligioso, estamos llamados a
caminar juntos con la convicción de que el futuro de todos depende también del
encuentro entre religiones y culturas. En este sentido, el trabajo del Comité
mixto para el Diálogo entre el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso
y el Comité de Al-Azhar para el Diálogo representa un ejemplo concreto
y alentador.
El diálogo
puede ser favorecido si se conjugan bien tres indicaciones fundamentales: el
deber de la identidad, la valentía de la alteridad y la sinceridad de las intenciones.
El deber de la identidad, porque no se puede entablar un diálogo
real sobre la base de la ambigüedad o de sacrificar el bien para complacer al
otro.
La
valentía de la alteridad, porque al que es diferente, cultural o religiosamente, no se le
ve ni se le trata como a un enemigo, sino que se le acoge como a un compañero
de ruta, con la genuina convicción de que el bien de cada uno se encuentra en
el bien de todos. La sinceridad de las intenciones,
porque el diálogo, en cuanto expresión auténtica de lo humano, no es una
estrategia para lograr segundas intenciones, sino el camino de la verdad, que
merece ser recorrido pacientemente para transformar la competición en
cooperación.
Educar,
para abrirse con respeto y dialogar sinceramente con el otro, reconociendo sus
derechos y libertades fundamentales, especialmente la religiosa, es la mejor
manera de construir juntos el futuro, de ser constructores
de civilización. Porque la única alternativa
a la barbarie del conflicto es la cultura
del encuentro. Y con el fin de contrarrestar realmente la barbarie
de quien instiga al odio e incita a la violencia, es necesario acompañar y
ayudar a madurar a las nuevas generaciones para que, ante la lógica incendiaria
del mal, respondan con el paciente crecimiento del bien: jóvenes que, como
árboles plantados, estén enraizados en el terreno de la historia y, creciendo
hacia lo Alto y junto a los demás, transformen cada día el aire contaminado de
odio en oxígeno de fraternidad.
En este
desafío de civilización tan urgente y emocionante, cristianos y musulmanes, y
todos los creyentes, estamos llamados a ofrecer nuestra aportación: «Vivimos
bajo el sol de un único Dios misericordioso. [...] Así, en el verdadero sentido
podemos llamarnos, los unos a los otros, hermanos y hermanas [...], porque sin
Dios la vida del hombre sería como el cielo sin el sol».
Salga pues
el sol de una renovada hermandad en el nombre de Dios; y de esta tierra,
acariciada por el sol, despunte el alba de una civilización
de la paz y del encuentro. Que san Francisco de Asís, que hace ocho
siglos vino a Egipto y se encontró con el Sultán Malik
al Kamil, interceda por esta intención.
Tierra
de alianzas. Egipto no sólo ha visto amanecer el sol de la sabiduría, sino
que su tierra ha sido también iluminada por la luz multicolor de las
religiones. Aquí, a lo largo de los siglos, las diferencias de religión han
constituido «una forma de enriquecimiento mutuo del servicio a la única
comunidad nacional».
Creencias
religiosas diferentes se han encontrado y culturas diversas se han mezclado sin
confundirse, reconociendo la importancia de aliarse para el bien común.
Alianzas de este tipo son cada vez más urgentes en la actualidad. Para hablar
de ello, me gustaría utilizar como símbolo el «Monte de la Alianza» que se
yergue en esta tierra. El Sinaí nos recuerda, en primer lugar, que una
verdadera alianza en la tierra no puede prescindir del Cielo, que la humanidad
no puede pretender encontrar la paz excluyendo a Dios de su horizonte, ni
tampoco puede tratar de subir la montaña para apoderarse de Dios (cf. Ex
19,12).
Se trata de
un mensaje muy actual, frente a esa peligrosa paradoja que persiste en nuestros
días, según la cual por un lado se tiende a reducir la religión a la esfera
privada, sin reconocerla como una dimensión constitutiva del ser humano y de la
sociedad y, por el otro, se confunden la esfera religiosa y la política sin
distinguirlas adecuadamente.
Existe el
riesgo de que la religión acabe siendo absorbida por la gestión de los asuntos
temporales y se deje seducir por el atractivo de los poderes mundanos que en
realidad sólo quieren instrumentalizarla.
En un mundo
en el que se han globalizado muchos instrumentos técnicos útiles, pero también
la indiferencia y la negligencia, y que corre a una velocidad frenética,
difícil de sostener, se percibe la nostalgia de las grandes cuestiones sobre el
sentido de la vida, que las religiones saben promover y que suscitan la
evocación de los propios orígenes: la vocación del hombre, que no ha sido
creado para consumirse en la precariedad de los asuntos terrenales sino para
encaminarse hacia el Absoluto al que tiende.
Por estas
razones, sobre todo hoy, la religión no es un problema sino parte de la
solución: contra la tentación de acomodarse en una vida sin relieve, donde todo
comienza y termina en esta tierra, nos recuerda que es necesario elevar el ánimo
hacia lo Alto para aprender a construir la ciudad de los hombres.
En este
sentido, volviendo con la mente al Monte Sinaí, quisiera referirme a los
mandamientos que se promulgaron allí antes de ser escritos en la piedra. En el
corazón de las «diez palabras» resuena, dirigido a los hombres y a los pueblos
de todos los tiempos, el mandato «no matarás» (Ex 20,13).
Dios, que
ama la vida, no deja de amar al hombre y por ello lo insta a contrastar el
camino de la violencia como requisito previo fundamental de toda alianza en la
tierra. Siempre, pero sobre todo ahora, todas las religiones están llamadas a
poner en práctica este imperativo, ya que mientras sentimos la urgente
necesidad de lo Absoluto, es indispensable excluir cualquier absolutización que
justifique cualquier forma de violencia. La violencia, de hecho, es la negación
de toda auténtica religiosidad.
Como
líderes religiosos estamos llamados a desenmascarar la violencia que se
disfraza de supuesta sacralidad, apoyándose en la absolutización de los egoísmos
antes que en una verdadera apertura al Absoluto.
Estamos
obligados a denunciar las violaciones que atentan contra la dignidad humana y
contra los derechos humanos, a poner al descubierto los intentos de justificar
todas las formas de odio en nombre de las religiones y a condenarlos como una
falsificación idolátrica de Dios: su nombre es santo, él es el Dios de la paz,
Dios salam. Por tanto, sólo la paz es santa y
ninguna violencia puede ser perpetrada en nombre de Dios porque profanaría su
nombre.
Juntos, desde esta tierra de encuentro entre el cielo y la tierra, de alianzas entre los pueblos y entre los creyentes, repetimos un «no» alto y claro a toda forma de violencia, de venganza y de odio cometidos en nombre de la religión o en nombre de Dios. Juntos afirmamos la incompatibilidad entre la fe y la violencia, entre creer y odiar. Juntos declaramos el carácter sagrado de toda vida humana frente a cualquier forma de violencia física, social, educativa o psicológica.
Juntos, desde esta tierra de encuentro entre el cielo y la tierra, de alianzas entre los pueblos y entre los creyentes, repetimos un «no» alto y claro a toda forma de violencia, de venganza y de odio cometidos en nombre de la religión o en nombre de Dios. Juntos afirmamos la incompatibilidad entre la fe y la violencia, entre creer y odiar. Juntos declaramos el carácter sagrado de toda vida humana frente a cualquier forma de violencia física, social, educativa o psicológica.
La fe que
no nace de un corazón sincero y de un amor auténtico a Dios misericordioso es
una forma de pertenencia convencional o social que no libera al hombre, sino
que lo aplasta. Digamos juntos: Cuanto más se crece en la fe en Dios, más se
crece en el amor al prójimo.
Sin
embargo, la religión no sólo está llamada a desenmascarar el mal sino que lleva
en sí misma la vocación a promover la paz, probablemente hoy más que nunca.[6]
Sin caer en sincretismos conciliadores, nuestra tarea es la de rezar los unos
por los otros, pidiendo a Dios el don de la paz, encontrarnos, dialogar y
promover la armonía con un espíritu de cooperación y amistad. Como cristianos
«no podemos invocar a Dios, Padre de todos los hombres, si nos negamos a
conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios».
Más aún,
reconocemos que inmersos en una lucha constante contra el mal, que amenaza al
mundo para que «no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad», «a los que
creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres
los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son
cosas inútiles».
Por el
contrario, son esenciales: En realidad, no sirve de mucho levantar la voz y
correr a rearmarse para protegerse: hoy se necesitan constructores de paz, no
provocadores de conflictos; bomberos y no incendiarios; predicadores de
reconciliación y no vendedores de destrucción.
Asistimos
perplejos al hecho de que, mientras por un lado nos alejamos de la realidad de
los pueblos, en nombre de objetivos que no tienen en cuenta a nadie, por el
otro, como reacción, surgen populismos demagógicos que ciertamente no ayudan a
consolidar la paz y la estabilidad.
Ninguna
incitación a la violencia garantizará la paz, y cualquier acción unilateral que
no ponga en marcha procesos constructivos y compartidos, en realidad, sólo
beneficia a los partidarios del radicalismo y de la violencia. Para prevenir
los conflictos y construir la paz es esencial trabajar para eliminar las
situaciones de pobreza y de explotación, donde los extremismos arraigan
fácilmente, así como evitar que el flujo de dinero y armas llegue a los que
fomentan la violencia.
Para ir más
a la raíz, es necesario detener la proliferación de armas que, si se siguen
produciendo y comercializando, tarde o temprano llegarán a utilizarse. Sólo
sacando a la luz las turbias maniobras que alimentan el cáncer de la guerra se
pueden prevenir sus causas reales.
A este
compromiso urgente y grave están obligados los responsables de las naciones, de
las instituciones y de la información, así como también nosotros responsables
de cultura, llamados por Dios, por la historia y por el futuro a poner en
marcha —cada uno en su propio campo— procesos de paz, sin sustraerse a la tarea
de establecer bases para una alianza entre pueblos y estados.
Espero que,
con la ayuda de Dios, esta tierra noble y querida de Egipto pueda responder aún
a su vocación de civilización y de alianza, contribuyendo a promover procesos
de paz para este amado pueblo y para toda la región de Oriente Medio.
Al
Salamò Alaikum! / La paz esté con
vosotros.
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