Saber relajarse y la sencillez honran extraordinariamente y son convenientes para un talante fuerte y generoso. Cuando bailo, bailo; cuando duermo, duermo; y cuando paseo solo por un hermoso jardín,
centro mis pensamientos en el paseo, en el jardín, en la tranquilidad de aquella soledad y en mí mismo.
Lo confesaba el gran Montaigne (1533-1592) en sus Ensayos, invitándonos a nosotros también al arte de relajarse, de pararse, de saber actuar mansa y conscientemente. En cambio, nuestro tiempo vive al
compás de una frase emblemática: «Dispensa, ¡tengo mucha prisa!». Ya no tenemos tiempo para vivir, sino solamente para trabajar y para perderlo, cayendo a menudo en la depresión y terminando en manos de inacabables cuidados psicológicos. Un psiquiatra sueco, Johan Cullberg, decía que actualmente estamos constreñidos en la «estrecha península del tiempo», convertida en algo semejante a un hormiguero agitado.
Incluso las vacaciones, que están a punto de comenzar, no son más que la reedición de la acostumbrada vida frenética, aunque en una localidad distinta, con los mismos ruidos, las mismas tensiones, el mismo estruendo. Ya no se tiene la capacidad de pensar en lo que se hace, de detenerse a contemplar un paisaje, de entrar en el «hombre interior», como sugería san Agustín. Hasta las pequeñas cosas pueden ser fuente de serenidad y de goce. A Montaigne le picaba con frecuencia el oído y reconocía que «incluso el rascarse es uno de los dones de la naturaleza más dulces y al alcance de la mano». Hay que encontrar un antídoto al delirio de hacer, al afán de agitarse, para descubrir el misterio del ser y del existir.
Ravasi.
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