No me gusta la palabra “tolerancia”, pero no encuentro otra mejor. El amor nos enseña a tener por la fe de los otros el mismo respeto que tenemos por la nuestra. La tolerancia no es indiferencia por la propia fe, sino amor más puro e inteligente por ella. Está claro que la tolerancia no es confusión entre bien y mal, entre justo e injusto.
Palabras de antología, éstas de Gandhi (1869-1948), el gran maestro de la no-violencia. Palabras necesarias en nuestros días, más bien marcados por el fanatismo y la intolerancia. Él añadía que «la tolerancia nos da un poder de penetración espiritual que está tan lejos del fanatismo como el polo norte del polo sur». Realmente, tenía razón al declararse insatisfecho con el uso de esta palabra porque implica un matiz de altivez y de superioridad respecto de lo “tolerado”. Por algo el cristianismo prefiere la palabra “amor”. Sin embargo, la tolerancia ya es un gran paso, sobre todo si educa en el conocimiento y el respeto del otro, del distinto, del extraño. Esta actitud no debe ser indiferencia, confusión o sincretismo vano y vago. Es conciencia de la diferencia, pero también de la disponibilidad –a través de un diálogo recíproco– para alcanzar una convivencia, una armonía, una solidaridad. No es solo no hacer mal al otro, sino ayudarle a superar la dificultad de la extrañeza para sentirse acogido y respetado, extinguiendo miedos y reacciones hostiles. Decía Gandhi: «La no-violencia es la ley de los hombres, la violencia es la ley de los brutos». (Card. Ravasi)
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