El padre de la parábola tenía dos hijos.
El hijo mayor era un pendón de procesión, el pequeño un pendón de taberna. Con los dineros del padre, el pequeño se marchó por ahí. Terminó comiendo algarrobas. Las algarrobas mal digeridas le endulzaron el corazón.
Volvió a casa con el endeble arrepentimiento de los débiles.
El padre le esperaba y le vio llegar desde lejos.
Para la fiesta del retorno mataron un novillo cebado. El hijo mayor murmuraba por lo bajo, pero se sentó a la mesa. El novillo cebado sabía a perdón.
A la mañana siguiente los dos mozos fueron a trabajar, sin hablarse demasiado. Por cada surco que abría el pequeño, el mayor hacía tres. Al caer el día, el mayor se dedicó todavía a limpiar las bestias del establo, mientras el pequeño no tenía ya fuerzas para nada.
Así fueron pasando los días. El mayor hacía lo de siempre. El pequeño estaba inquieto. Marchaba al atardecer y volvía tarde oliendo a vino.
Un día desapareció. Había vuelto a las andadas.
Al cabo de cierto tiempo, regresó vencido.
El padre le esperaba y le vio llegar desde lejos.
Para la fiesta del retorno mataron un cordero. El avinagrado rostro del mayor entristecía la mesa. Pero el cordero tenía mejor sabor que el novillo cebado, sabía más a perdón.
A la mañana siguiente los dos mozos salieron a trabajar sin hablarse nada. El pequeño notaba cómo el hermano mayor se le adelantaba siempre al abrir los surcos. Al caer el día, ya en casa, el mayor se dedicó todavía a aparejar los aperos, mientras el pequeño no podía con su alma.
Pasaron los días. El mayor hacía lo de siempre. El pequeño llegaba tarde oliendo a vino.
Un día desapareció. Había vuelto a las andadas.
Cierto tiempo después, regresó delgado, pálido.
El padre le esperaba y le vio llegar desde lejos.
Para la fiesta del retorno mataron un pollo. El mayor estaba muy cabreado, callaba y comía de cara al plato. Pero el pollo tenía mejor sabor que el novillo cebado y el cordero, sabía más a perdón.
A la mañana siguiente los dos mozos fueron al campo, alejados el uno del otro. El pequeño trabajaba por rutina. Al mediodía ya no pudo más. El mayor lo encontró derrengado en casa.
Pasaron los días. El mayor hacía lo de siempre. El pequeño tenía la mirada perdida.
Un día desapareció. Otra vez a las andadas.
Cuando regresó, destrozada su cara por la tristeza, ya ni hombre parecía.
El padre le esperaba y le vio llegar desde lejos.
Para la fiesta del retorno en la mesa sólo hubo un plato. El mayor estaba más cabreado que nunca. El padre callaba, pero callaba de otra manera. El hijo supo que cada día, cada día en la mesa había habido un lugar y un plato para él. Esperándole. Y aquel plato sin cocido tenía un sabor mucho mejor que el del novillo cebado, el cordero o el pollo. Mucho mejor que todas las comidas. Era el gusto de un perdón infinito.
Pasaron los días. El hijo mayor cada vez más perfecto, con la perfección del hielo. El padre continuaba infinitamente tierno.
El hijo pequeño marchaba y volvía, marchaba y volvía.
Marchó y volvió setenta veces siete.
El padre le esperaba y le veía llegar desde lejos. El hijo encontraba siempre el plato en la mesa.
Aunque el mayor fuera incapaz de entenderlo, el padre sí lo sabía. Sabía que el hijo pequeño algún día totalmente vencido, sin fuerzas, desnudo como los que vienen del infierno, se sentaría en la mesa para no marchar ya nunca más.
Benditos esos setenta veces siete retornos.
Tras ellos el hijo pequeño supo qué clase de padre tenía. Como lo sabemos todos los que hemos tenido que confesarnos. Setenta veces siete.
Y cada vez en la mesa celebramos la fiesta del retorno con el Pan y el Vino de la Eucaristía.
Josep M. Ballarín
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