Leer y reflexionar
El filósofo Thomas Hobbes (1588-1679) leyó mucho, teniendo en cuenta los largos años de su vida, pero su reflexión era mucho mayor que sus lecturas. Solía decir que, si hubiese leído tanto como los otros hombres, no habría sabido nada más que ellos.
Encuentro este curioso comentario en una de las Vidas breves de John Aubrey. El protagonista, en este caso, es el filósofo Hobbes, que murió nonagenario en un tiempo en que la media de vida rondaba los 50 años. Siendo un pensador, obviamente se dedicó a la reflexión, pero su ocurrencia sobre la lectura es francamente sabrosa. Esto no hay que decirlo demasiado en Italia, país de no lectores, hasta tal punto que ya Leopardi señalaba en su Zibaldone que entre nosotros se lee menos de lo que se escribe, entre otras cosas porque los mismos escritores no leen los libros de otros. Pero es indudable que, por un lado, como ya afirmaba el Qohélet bíblico, «se multiplican los libros sin fin», y por otro, efectivamente, se puede perder el tiempo leyendo desechos literarios, filosóficos, históricos y -¿por qué no?- religiosos. Siempre me ha encantado el dicho de otro filósofo inglés, Francis Bacon, contemporáneo de Hobbes, que en sus Ensayos advertía que «algunos libros se catan, otros se tragan, pocos se mastican y se digieren». Sí, porque una cosa es la erudición, que siempre puede ser ganada por una computadora, y otra muy distinta es la sabiduría, que nace precisamente de asimilación, elaboración y reflexión. Por tanto, dediquémonos a leer libros y no solo periódicos, pero reservemos también tiempo a la meditación personal, a la creatividad, a la ponderación, al recogimiento, a pensar. «Ciencia sin conciencia –escribía Rabelais en su Gargantúa y Pantagruel – es la ruina del alma». (Cardenal Ravasi)
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